Un siglo después del asesinato de un millón de armenios, Turquía sigue rechazando con vehemencia el término “genocidio”. Frente al negacionismo, los nietos de los supervivientes blanden su memoria
“Después de todo, ¿quién se acuerda del aniquilamiento de los armenios?”. Adolf Hitler. Agosto de 1939.
(El Confidencial) “El éxodo de mi abuelo Krikor Vartian, provocado por el genocidio, duró desde 1915 hasta 1925. Diez años en los que la familia se separó, perdió miembros por el camino… hasta que algunos consiguieron reunirse casi al otro lado del mundo. Mi abuelo nos contaba las historias en Buenos Aires. La que tengo más presente empieza en 1915, en el pueblo de Hadjín (Turquía), donde los turcos pidieron a los habitantes una lista con los nombres de todos los niños y adolescentes armenios. La madre de Krikor no hizo caso, y aquello salvó a mi abuelo, porque días después los turcos regresaron y se llevaron a todos los niños. Fueron al desierto, les hicieron cavar fosas, les rociaron con gasolina y les prendieron fuego”.
Muchos años después, cuando Krikor contaba, en su nuevo hogar americano, la historia de su familia, Ezequiel Vartian debió reconocer su inmensa suerte por llegar a existir, dada su condición de nieto de superviviente de un genocidio. Ayer se conmemoró el centenario del primer exterminio masivo del siglo XX. Cien años después del asesinato de más de un millón de armenios a manos del Imperio Otomano durante la I Guerra Mundial, Turquía sigue rechazando con vehemencia catalogarlo como un “genocidio”. Ankara reconoce miles de muertes, pero sostiene que fueron consecuencia del caos del conflicto bélico, y exhibe el argumento de que las guerrillas armenias ayudaron a las tropas rusas que atacaban al Imperio Otomano desde el Cáucaso.
Turquía no está sola. Pese a las pruebas documentales de las matanzas y deportaciones de armenios a los desiertos de Siria, países como España o Estados Unidos -donde la comunidad armenia tiene un considerable peso político y económico- evitan aún hoy utilizar el término “genocidio”. En el bando opuesto se encuentran Francia, Austria o Alemania, cuyo presidente, Joachim Gauck, reconoció este jueves que “soldados alemanes [aliados del Imperio Otomano] participaron también en la planificación de ese genocidio”. Gauck se desvió así de la senda de la cautela ante Turquía, socio de la OTAN y país de origen de hasta 3,5 millones de sus ciudadanos.
Frente al negacionismo turco, los armenios presentan pruebas documentales -entre ellas, los informes que diplomáticos estadounidenses enviaban, alarmados, a Estambul tras hallar fosas comunes en el norte de Siria-, evidencias del exilio forzado y los testimonios de sus antepasados. “La historia de mi abuelo no acabó ahí -continúa Ezequiel, miembro del Consejo Nacional Armenio de España-. Hubo una segunda incursión en el pueblo de Hadjín. Los turcos entraban en las casas y clavaban lanzas en el suelo en busca de personas escondidas. Krikor estaba en un sótano, en un rincón, y se salvó nuevamente. La familia escapó hacia Alepo (Siria), en un viaje que duró 40 días. Su hermana y su madre huyeron por otro camino, hacia Deir ez-Zor, y desaparecieron. La hermana mayor cayó prisionera de los ingleses; el menor fue comprado y vendido por un comerciante árabe”.
El relato armenio fija el inicio de las matanzas en la madrugada del 24 de abril de 1915, cuando el partido nacionalista de los “Jóvenes Turcos”, autores del derrocamiento del sultán Abdul Hamid, ordena la detención y el asesinato de cientos de intelectuales, religiosos y líderes políticos de la minoría armenia.
“Aquello fue el primer paso. Un grupo minoritario que ejercía como servicio secreto de los ‘Jóvenes Turcos’ había enviado anteriormente mensajes a altos mandos del Ejército en diferentes poblaciones para que ejecutasen las diversas fases del plan. Después, una vez cercenada la cabeza que podía dirigir al resto de la minoría, los militares reunieron a los hombres fuertes, a todos los que tenían entre 20 y 50 años, y los llevaron a los caminos con la excusa de que debían colaborar con el Ejército. Fueron obligados a cavar pozos que luego resultarían ser sus fosas, porque les asesinaron en esos mismos lugares. En ocasiones ni siquiera les enterraron, porque hay fotografías sobrecogedoras que muestran montañas de cadáveres”, cuenta Glenda Adjemiantz, vocal del Consejo Nacional Armenio en España.
Para esta nieta de supervivientes, las raíces del genocidio se encuentran en el carácter diferenciador de la minoría armenia dentro de un Imperio Otomano en declive -tras la pérdida de los Balcanes- que experimentaba el auge de un nacionalismo radical. Los “Jóvenes Turcos” buscaban una identidad nacional, un país suyo, sin minorías… islámico. Y si algún pueblo puede definirse como cristiano viejo, ese es, sin duda, el armenio, que adoptó el cristianismo como religión de estado en el año 301. Su fe lo distinguió del resto de pueblos que lo rodeaban, además de su alfabeto, de carácter único y creado en el año 405.
“Cuando asesinaron a los hombres -continúa Glenda- comenzó la siguiente fase del plan, definida cómo la ‘recolocación’ de la población civil en diferentes partes del Imperio. Los armenios que estaban en el Sur y el Este fueron desplazados hacia los desiertos de Siria e Irak. Y fue en estos desiertos donde surgieron las crónicas más tristes del hambre, la sed, las enfermedades y la muerte. Mi familia, que eran campesinos de Van, lo sufrió a partir de 1918, cuando llegó la orden de ‘recolocarlos’. Mi abuela contaba que familias enteras se suicidaban para no caer en manos turcas. Aquellas con mujeres jóvenes preferían la muerte porque sabían el destino que les aguardaba: ser violadas ante sus padres, la islamización forzosa y formar parte de un harem turco”.
Los supervivientes
En medio de las conmemoraciones del genocidio, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, dedicó ayer unas palabras a los descendientes de los masacrados en el Imperio Otomano. “En este día (…) recuerdo con respeto a aquellos armenios otomanos que perdieron la vida bajo las condiciones de la I Guerra Mundial”, escribió el líder islamista, que calificó lo sucedido hace un siglo como “acontecimientos tristes”.
El quid de la cuestión se encuentra precisamente en esa frase: “bajo las condiciones de la I Guerra Mundial”. Esto es, en el contexto de la represión de levantamientos internos y de la violencia interétnica. Reconocer que había un plan de exterminio acarrearía graves consecuencias legales. El genocidio, término jurídico presente en el derecho internacional desde 1948, no prescribe, puede juzgarse de forma retroactiva y podría acarrear compensaciones económicas, además de una condena internacional por crímenes de lesa humanidad.
Para negar la existencia de este plan de exterminio, Ankara, que cifra las víctimas de las matanzas en 300.000 personas, utiliza el argumento de que cientos de miles de armenios sobrevivieron. Pero “en el Imperio Otomano vivían millones de armenios, no hablamos de unos cientos de miles. Fue un milagro que algunos se salvaran. Y aquellos que lograron sobrevivir cambiaron sus apellidos, adoptaron uno turco, o se casaron con personas de otras confesiones. Se camuflaron”, asegura Albert Mnatsakanyan, descendiente de supervivientes.
Cien años después, los efectos políticos y sociales del genocidio armenio no han desaparecido. Incapaces de superar su memoria histórica, los nietos de aquellos que sobrevivieron sienten que el mundo no reconoce el trágico destino de su pueblo. Frente al negacionismo, ellos blanden su memoria.
Foto: Cadáveres de armenios en una imagen del libro ‘Ambassador Morgenthau’s Story’, de Henry Morgenthau (CC).